Por:
Mariana Perea
Audiovisual:
Laura Arboleda
Suspendido entre el río y el mar, flota un pueblo que parece sacado de un cuento: Nueva Venecia, también conocido como ‘El Morro’, por sus habitantes. Esta es una comunidad palafítica que reposa sobre las aguas de la Ciénaga Grande de Santa Marta. Los palos de madera anclados al río y al mar le dan el nombre a este singular modo de urbanización, que se ha extendido por diferentes municipios del Caribe.
En este lugar la vida no solo se adapta, sino que se reinventa: los pies son reemplazados por canoas y la fortuna de sus habitantes depende de las atarrayas y los chinchorros. La comunidad de Nueva Venecia ha aprendido a vivir sobre el agua desde hace más de 200 años y sus pobladores se remontan a las familias pescadoras fundadoras.
Acá no hay calles y ni carreras, sino canales de agua por los que se deslizan las canoas, las tinas o las ‘patinetas acuáticas’, creadas con cartones y tarros inflados, con las que los niños juegan y se movilizan. Niños que hoy son testigos de una cultura anfibia que lleva más de dos siglos resistiendo, celebrando y transformándose.
Visitar Nueva Venecia es vivir un encuentro de saberes sobre el ecosistema de la ciénaga y la fabricación de canoas de palma, de herencias musicales afrocolombianas -como el 'baile negro’- que se preservan en este rincón acuático, y de prácticas comunitarias como la pesca, que es el sustento de la población y una forma de trabajo que se trasmite de generación en generación.
Este paraíso anfibio, que hoy pinta de colores sus casas, no ha estado exento de dolor. A principios de los años 2000, la violencia golpeó con fuerza a Nueva Venecia y a otros pueblos vecinos como Bocas de Aracataca y Buenavista. Las masacres perpetradas por grupos armados dejaron cicatrices profundas en la memoria colectiva de la región.
No obstante, como ocurre con el agua, que siempre encuentra camino, la comunidad ha buscado formas de salir a flote. Gracias al trabajo comunitario, la memoria y las cicatrices comenzaron a sanarse con color. Las casas, antes opacas, hoy brillan con tonos vibrantes que reflejan la resiliencia de una comunidad que se niega a desaparecer. Donde el turismo se ha convertido en una esperanza para sus habitantes, quienes trabajan para transformar a Nueva Venecia en un “destino con color”.
Fluir con el
agua para
sanar heridas

Un turismo que preserve la esencia de las comunidades y los ecosistemas
Para llegar a este pueblo palafito se debe hacer una travesía en lancha desde Sitio Nuevo o Tasajera, de más o menos una hora, que permite disfrutar del paisaje natural y de una rica diversidad de aves.
La ciénaga que acoge a Nueva Venecia es el producto natural del cruce entre aguas dulces que bajan de la Sierra Nevada y el caudaloso río Magdalena, con las aguas saladas del mar Caribe. Este intercambio ha generado un ecosistema biodiverso, un santuario para aves migratorias y nativas que decoran el cielo con sus vuelos.
Todo llega en lancha y todo se moviliza por la pesca. Los partos son atendidos por mujeres sabias del pueblo. Los niños crecen aprendiendo a nadar antes que a caminar y van al colegio en canoas. Incluso, los animales domésticos, como perros y cerdos, han aprendido a adaptarse a este entorno acuático.
Adentrarse en Nueva Venecia es una invitación a encontrarse con otras formas de habitar el mundo, a repensar nuestra relación con el agua y buscar formas de relacionarnos con ella y aprovechar este valioso recurso sin contaminarlo. Es escuchar historias contadas desde la canoa, probar el pescado recién sacado del agua y entender que la vida también puede construirse flotando.
Aquí cada visitante es testigo de la creatividad humana, de una comunidad que, a pesar de las adversidades, ha sabido conservar su esencia. Y un recordatorio para entender que el turismo es mucho más que disfrutar: es un acto de aprendizaje, de respeto y de intercambio, que nos hace valorar el espíritu de cada destino.