Recuerda la corriente deslizándose frente a sus ojos, perdiéndose hasta despeñarse en la infinitud del horizonte. Recuerda sus pies de niñas chapoteando en la orilla del río Suriquí y que se adentraban entre la arena, las piedras y la espuma. Recuerda sus juegos infantiles en los que pescaba mojarras amarillas, moncholos y agujetas, ficciones de niña seis años que quería ser como su padre y su madre, gente del campo que entendía los ciclos del plátano, los horarios de los patos, la carnosa exuberancia del coco, el sonido de la selva en la madrugada y el silencio de la misma en la noche. Recuerda el temor que inspiraba el jaguar, tan grande, potente, misterioso para todos. Recuerda la violencia que asesinó a su padre, que arrasó la tierra, que hizo que ella, junto a sus veinte hermanos, huyeran en 1995 hacia ninguna parte, lejos, muy lejos de los tiros de los fusiles, del filo aterrador de los machetes, de las miradas y de las bocas que con solo un gesto podían dar la orden de acabar con todo, hasta con la vida.
Estas cosas recuerda Enilda Jiménez, directora de la Reserva Natural Surikí, un santuario de fauna y flora en el que ella y sus hermanos han querido reescribir la historia tanto de su familia como del Urabá antioqueño.
“Después de pasar por todo el proceso de paz, verdad y reparación, después de escuchar al hombre que asesinó a nuestro padre, después de perdonar para seguir adelante y recuperar nuestra tierra, nos encontramos que teníamos dos opciones: desforestar todo y echar a los animales, matarlos si era necesario para reclamar lo que era nuestro nuevamente... o aceptar que debíamos hacer algo para convivir, porque lo otro era hacerles a estas especies lo que nos habían hecho a nosotros: desplazarnos a través de la violencia”,
Para Enilda, la solución debía pasar por la convivencia pacífica entre la naturaleza y las personas. Pero, también por la posibilidad de impulsar una nueva cara en este territorio que durante las décadas del ochenta, noventa e inicio del nuevo siglo se había convertido en sinónimo de masacres, desplazamiento, extorsiones, paramilitarismo y enfrentamientos guerrilleros. “Yo venía de trabajar en la reincorporación de la guerrilla en el Guaviare y el Meta, a través de un proyecto del Consejo Noruego para Refugiados y el Ministerio de Medio Ambiente que se llamaba ‘Ambientes para la paz’”, cuenta Jiménez.
La apuesta era clara: integrar en actividades de ecoturismo a las poblaciones que habían sufrido lo más álgido del conflicto armado. Personas que, más allá de etiquetas de víctimas o victimarios, entendían como nadie los secretos de sus regiones a través de una sensibilidad que les permitía conocer como nadie cada planta, cada animal, cada sonido, cada río, cada árbol y cada fruto. Con esta experiencia en mente, ella y sus hermanos se plantearon que algo parecido podía hacerse en las 600 hectáreas de tierra que su padre les había dejado y que, tras la burocracia de la paz, el perdón y la reconciliación, habían recuperado.
¿Quién conocía mejor que ellos los monos aulladores rojos que se balanceaban entre las ramas? ¿Quién podía proteger mejor a las babillas o las tortugas que merodeaban entre las aguas de los ríos y quebradas? ¿Quién podía emocionarse como ellos al observar la majestuosidad de un manatí en el agua? ¿Quién aparte de ellos sería capaz de salvaguardar al jaguar, ese animal que parecía tan peligroso y salvaje, tan incompatible con la vida y el progreso, y que necesitaba que lo protegieran de su injustificada mala fama?
Así, con diferentes opiniones y puntos de vista, con posiciones encontradas y alegatos en favor y en contra, lo que parecía imposible (poner de acuerdo a veinte hermanos) se convirtió en realidad: todos, sin excepción, aceptaban que esa tierra que les había sido arrebatada y devuelta sería en adelante un santuario para la vida y para la protección de la fauna y flora. Con un trabajo junto a ecólogos de la Universidad de Antioquia, se dieron cuenta de que esta decisión era la correcta: ese territorio familiar era el hogar de especies que no se veían en otros lugares o que estaban gravemente amenazadas. Así, nació la Reserva Natural Surikí: la casa de la familia Jiménez y de los animales y plantas que allí habitaban.
“Yo creo que para que sanemos como nación y podamos construir otro relato, debemos, sí o sí, entender lo mucho que la biodiversidad construye paz y permite entender que existen otras maneras de vivir diferentes a la nuestra”, opina la directora de la Reserva. En este sentido, ejemplifica el caso urabaense: “esta es una de las zonas más biodiversas del mundo, acá se unen las diferentes regiones del continente americano y confluyen distintas zonas geográficas; pero se han querido imponer a la fuerza los monocultivos y la ganadería extensiva, bajo lo cual se han escrito muchas de las narrativas violentas que afectan la región”.
“Esto hace parte de nuestra naturaleza como humanos: lo caótico, lo complejo, lo exuberante, no lo comprendemos. Y como no lo comprendemos, lo vamos dañando. A veces, sin querer; a veces, queriendo”, continúa Enilda Jiménez. En este sentido, la Reserva Natural Surikí es una invitación a despojarse de la arrogancia de superioridad humana y ser un aprendiz de las relaciones ecosistémicas que allí se tejen. Quien se adentra en esta tierra indomable e indómita, lo hace sabiendo que acá se desconectará de ese otro mundo en que cada cosa tiene una medida y un sentido prestablecido.
Acá, en el corazón del Urabá, la selva se desborda, los frutos estallan en su madurez de sol embravecido, las flores despliegan sus pétalos con alevosía, el río ruge con potencia y los animales merodean entre árboles, arbustos, caminos y orillas. Y todo, absolutamente todo, cumple un papel fundamental. Todo, absolutamente todo, está interconectado. Aquí, en este territorio de biodiversidad, nada es demasiado insignificante o baladí. De cada especie se puede aprender algo. Y quien se adentre en Surikí debe saber que en este espacio será, mientras dure su visita, un eterno aprendiz de la naturaleza que en su exuberancia huracanada puede ofrecer las claves del perdón y la reconciliación en un país como este, que sueña con la paz.