donde la belleza es mar, selva y dignidad
El Chocó pertenece a la segunda categoría. Apenas el viajero desciende del avión, el aire salino y la humedad tibia lo reciben. Bahía Solano y Nuquí son puertas de entrada a un territorio donde el tiempo baja el ritmo y la naturaleza no necesita intermediarios. Montañas que se hunden en el océano, playas oscuras de origen volcánico, pueblos que saludan con sonrisa tranquila. La belleza aquí no posa, simplemente ocurre. Por eso el Gobierno del Cambio lo ha convertido en prioridad: porque la verdadera transformación territorial surge cuando la inversión acompaña a las comunidades, no cuando las desplaza.
El mar que revela su grandeza
En el litoral del Chocó el océano es una caja de tesoros. Quien bucea descubre jardines de coral y bancos de peces que se mueven con precisión hipnótica. La presencia del tiburón ballena, en su paso pausado, impone respeto. Nadie grita, nadie corre. Se entiende de inmediato que el mar tiene sus propios códigos.
Entre julio y noviembre, las yubartas, o ballenas jorobadas, llegan desde la Antártida para parir. Sus saltos convierten la costa en un escenario que emociona incluso a los más incrédulos. Los surfistas, por su parte, encuentran olas amplias y constantes frente a las playas de Guachalito o Termales. El deporte se mezcla con la contemplación. Se aprende a esperar, a leer el agua antes de subirse a ella.
En las noches de desove de la tortuga caná, la playa se llena de pasos cuidadosos: vecinos, biólogos, viajeros, todos atentos a ver los nidos, que se protegen con la misma delicadeza con la que se cuida una historia familiar. Días después, las pequeñas tortugas avanzan hacia el océano, guiadas por linternas bajas y un aplauso tímido de quienes tienen el privilegio de presenciarlo.
En el Chocó la lluvia no interrumpe los planes, los inventa. Cuando cae sobre la vegetación, los senderos se vuelven espejos que conducen a cascadas ocultas: Nabugá, la del Tigre, la del Amor. El agua se desploma con fuerza y cae en pozas claras que refrescan el cuerpo y la mente. En el Parque Nacional Natural Utría, las canoas y los kayaks avanzan por canales silenciosos. Las raíces de los manglares parecen columnas vivas. Las aves migratorias descansan en ramas altas, los reptiles se camuflan en las orillas, las ranas de colores intensos anuncian su presencia con pequeños destellos.
Los ríos Atrato, Baudó y San Juan marcan la vida cotidiana. Se navegan como quien recorre un camino conocido. Más que la prisa, lo que importa es el trayecto. La selva acompaña y la gente conversa sin urgencias, como si el mundo solo existiera dentro de esa corriente.
Quibdó respira al ritmo del Atrato. La chirimía se escucha desde balcones y esquinas, el currulao aparece en reuniones familiares y el bunde acompaña despedidas y nacimientos. Para quien visita el territorio, el sonido se convierte en guía. Las Fiestas de San Francisco de Asís, ‘San Pacho’, transforman la ciudad cada septiembre. Los barrios se encuentran en comparsas que no buscan espectáculo sino afirmación. Patrimonio Cultural de la Humanidad, este ritual recuerda que el Pacífico tiene voz propia.
La espiritualidad del Chocó tiene un espacio profundo: el Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas. Los cantos acompañan a quienes parten. Esta es una manera de cuidar a los vivos y honrar a los muertos.
Coquí celebra el Festival Gastronómico Siembra Negro, donde los fogones afro son protagonistas. El encocado de langostinos, el sudado de piangua, el arroz endiablado, el viche y el arrechón son más que recetas. Son saberes transmitidos con paciencia y respeto. La Jotatón —baile colectivo que desafía el cansancio— demuestra que el cuerpo también puede contar historias.
Quien viaja al Chocó encuentra un turismo que acompaña. Hoteles familiares frente al mar, guías locales que conocen las mareas desde niños, instructores de surf que aprenden con la naturaleza y no contra ella. Comprar artesanías directamente a las comunidades, elegir emprendimientos locales, cuidar la fauna y evitar llevarse “recuerdos” de corales o conchas es parte del trato. No hay un manual sofisticado: hay sensibilidad.
Al regresar, algo cambia. Se camina más despacio, se escucha distinto y la vida adquiere otra escala. El Pacífico no vende promesas. Ofrece verdad. Y en el País de la Belleza, esa verdad se llama Chocó.